martes, 10 de marzo de 2015

Autobiografía de una sufriente II // La emoción de volver a comer como una gordula

Prefiero estar atrapada un mes en una trampa burocrática. Prefiero que mi trabajo sea fomentar la burocracia. Prefiero que mi primogénita se llame Buro Cracia de los Trámites, o tatuarme la palabra en la frente con fuente Comic Sans. O todo junto y de por vida, antes de enfrentar la salud pública.

En la guardia de la clínica se pasan mi obra social por el orto. En todos lados, en realidad. La obra social nos pasa por el orto. Me informan que tengo que ir al primer piso a otorinolaringología. Pero no me informan que tengo que comprar un bono abajo. Subo y bajo escaleras con el sueño y el dolor como dulces acompañantes. La fila es obviamente lenta y obviamente una señora se cola justificándose con la aureola de pelo que le falta en la cabeza. Todo bien señora, pero acá toy languideciendo, media pila. Pienso que me voy a desmayar, entonces trato de tomar agua y no puedo.
No sé si me atienden rápido porque me atienden rápido o porque  me quedo dormida un par de veces, cuando la nena de al lado no me empuja al besar a su madre.
Miro las paredes marrones y sin ventanas. Y a las personas con sus propios mambos. Un bajito afónico quiere comunicarse con una administrativa a través de una ventanilla de 20cm de alto a 1,60cm de alto.  Me acuerdo del hospital británico al que entré un par de veces con los pasillos blancos y las gentes con cara de pagar una suscripción muy cara. Y me acuerdo de la clínica privada a la que iba a Moreno, o la de Merlo. O en contraste de cuando me mordió el perro y tuve que ir a la guardia del hospital, cada persona rota entró ahí. No puedo más que pensar en que seguimos regalando nuestra fuerza y nuestra salud y nuestra educación y nuestros ideales y nuestras felicidades.
En todo esto trato de no pensar, para no quemarme la cabeza al pedo.

En 4 minutos me observa y me receta una inyección. Me da 3 farmacias donde la puedo comprar. No había salido con tanta plata, así que vuelvo a casa. En el camino compro en el super yogurt de vainilla, gelatina de frutilla y postrecito de chocolate, siguiendo a rajatabla las órdenes de la doctora.
Después de un tour por la avenida encuentro una farmacia que aplica inyecciones. Veo con tristeza mis ahorros convertirse en un frasquito de 2ml de no sé qué corticoide. . En la salita de medio metro por medio metro el aplicador de inyecciones me dice que es en la cola. Qué vergüenza, pienso. Y en el microsegundo siguiente  trato de pensar qué bombacha tengo puesta, y que cuando estoy indispuesta me pongo las bombachas más feas y que no le dije a la doctora que estoy indispuesta y pasé frío dos noches y que besé a un desconocido y que salí dos veces en una semana con una amiga que tenía no sé qué en la garganta pero no es porque me olvidé sino porque cuando te saludan medio que ya te están despidiendo y qué onda si se sobresale la toallita y la gente no sabe que no me salen granos en la cara pero en la cola a veces si y si mejor le digo que vengo en 5 que me voy a cambiar pero no eso no tiene sentido bueno ya fue.
Vuelvo a casa rengueando una nalga bastante conforme con mi bombacha y me pregunto si al chabón le gustará el trabajo de pinchaculos pero no me preocupo mucho porque ya mi cabeza está pensando en el arsenal de comida blanda que me espera en la heladera. Duermo, me levanto como, duermo me levanto, como.  Me encantan estos sábados de flojera.
A la noche la tía me trae helado y ya me parece exceso y trato de recordar qué fue eso tan noble que hice para merecer todo esto.

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