lunes, 22 de junio de 2015

Leo libros para reescribirlos obscenamente, lascivamente, descaradamente

Asir los libros de texto por las alas.
Aprenderlos de memoria y recitarlos
en las esquinas de los salones de
baile. Chamuyar, por ejemplo: "San
Martín cruzó los Andes y cuando
pisó suelo chileno salvó 3 países de
un plumazo, y por eso ahora debemos
revivirlo incansablemente en los
partidos, plazas y hospitales". Frotarse
los párrafos comunes entre las sienes
y los sobacos. Aprehenderlos. Bañarse
en jabón intelectual. Dejar que el
tiempo haga lo suyo. Sonreirle
incansablemente, sinceramente,
dolorosamente a nuestro casi flamante
jefe temblando en una oficina sobre
la calle San Martín. Invertir nuestro
primer sueldo en marihuana y fumarla
hasta que se nos olvide todo lo que
aprendimos en clase (porque al fin y
al cabo todos esos conocimientos no
sirven sino para conseguir un trabajo
decente, al cual acudimos para borrar
el mal trago primero, es decir, el
secundario). Y una vez que hayamos
reseteado las vueltas de nuestro
cerebro, sólo cuando el universo haya
entrado y salido de nuestros ojos un
par de veces, recién ahí. Tomar al amor
de tu vida (el que entró por tus ojos),
una poesía (la que salió de tus ojos) o
al vasto universo  (porque son lo mismo)
y hacerle el amor
hasta que te queden grabadas sus
palabras en el cartílago de la oreja.

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